“Urbi et Orbi” es un acto sin igual de acercamiento del sucesor de Pedro a cada creyente. ¿Cuál es el acto con el que un Papa puede hacerse más cercano a los creyentes esparcidos por el planeta en momentos de gravísimo peligro?, ¿cuál es ese gesto al que el Papa puede recurrir para hacerse activamente presente en la vida de cada fiel? Existe un acto único en su género: la bendición papal “Urbi et Orbi”, traducido del latín “a la ciudad (de Roma) y al mundo”.

Se trata de un acto que ningún otro obispo puede realizar y que puede tener lugar de manera eficaz a través de los medios de comunicación para el bien del alma de los fieles.

De hecho, según la tradición teológica católica, la bendición “Urbi et Orbi” otorga la remisión por las penas de pecados ya perdonados, es decir, confiere una indulgencia plenaria bajo las condiciones determinadas por el Derecho Canónico y explicitadas por el Catecismo de la Iglesia (números 1471-1484).

Las condiciones para recibir la indulgencia plenaria son (Cfr. El don de la indulgencia según la Penitenciaría Apostólica): disposición interior de un desapego total del pecado, incluso venial; confesar los pecados; recibir la sagrada Eucaristía; rezar según las intenciones del Romano Pontífice.

Fragmento de la Homilía del Papa durante la bendición “Urbi et Orbi”

(Atrio de la Basílica de San Pedro Viernes, 27 de marzo de 2020)

«Al atardecer» (Mc 4,35). Así comienza el Evangelio que hemos escuchado. Desde hace algunas semanas parece que todo se ha oscurecido. Densas tinieblas han cubierto nuestras plazas, calles y ciudades; se fueron adueñando de nuestras vidas llenando todo de un silencio que ensordece y un vacío desolador que paraliza todo a su paso: se palpita en el aire, se siente en los gestos, lo dicen las miradas. Nos encontramos asustados y perdidos. Al igual que a los discípulos del Evangelio, nos sorprendió una tormenta inesperada y furiosa. Nos dimos cuenta de que estábamos en la misma barca, todos frágiles y desorientados; pero, al mismo tiempo, importantes y necesarios, todos llamados a remar juntos, todos necesitados de confortarnos mutuamente. En esta barca, estamos todos. Como esos discípulos, que hablan con una única voz y con angustia dicen: “perecemos” (cf. v. 38), también nosotros descubrimos que no podemos seguir cada uno por nuestra cuenta, sino sólo juntos.

Es fácil identificarnos con esta historia, lo difícil es entender la actitud de Jesús. Mientras los discípulos, lógicamente, estaban alarmados y desesperados, Él permanecía en popa, en la parte de la barca que primero se hunde. Y, ¿qué hace? A pesar del ajetreo y el bullicio, dormía tranquilo, confiado en el Padre —es la única vez en el Evangelio que Jesús aparece durmiendo—. Después de que lo despertaran y que calmara el viento y las aguas, se dirigió a los discípulos con un tono de reproche: «¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?» (v. 40).

Tratemos de entenderlo. ¿En qué consiste la falta de fe de los discípulos que se contrapone a la confianza de Jesús? Ellos no habían dejado de creer en Él; de hecho, lo invocaron. Pero veamos cómo lo invocan: «Maestro, ¿no te importa que perezcamos?» (v. 38). No te importa: pensaron que Jesús se desinteresaba de ellos, que no les prestaba atención. Entre nosotros, en nuestras familias, lo que más duele es cuando escuchamos decir: “¿Es que no te importo?”. Es una frase que lastima y desata tormentas en el corazón. También habrá sacudido a Jesús, porque a Él le importamos más que a nadie. De hecho, una vez invocado, salva a sus discípulos desconfiados.

La tempestad desenmascara nuestra vulnerabilidad y deja al descubierto esas falsas y superfluas seguridades con las que habíamos construido nuestras agendas, nuestros proyectos, rutinas y prioridades. Nos muestra cómo habíamos dejado dormido y abandonado lo que alimenta, sostiene y da fuerza a nuestra vida y a nuestra comunidad. La tempestad pone al descubierto todos los intentos de encajonar y olvidar lo que nutrió el alma de nuestros pueblos; todas esas tentativas de anestesiar con aparentes rutinas “salvadoras”, incapaces de apelar a nuestras raíces y evocar la memoria de nuestros ancianos, privándonos así de la inmunidad necesaria para hacerle frente a la adversidad.

Con la tempestad, se cayó el maquillaje de esos estereotipos con los que disfrazábamos nuestros egos siempre pretenciosos de querer aparentar; y dejó al descubierto, una vez más, esa (bendita) pertenencia común de la que no podemos ni queremos evadirnos; esa pertenencia de hermanos.

Un acto único en la historia

El Papa solo imparte la bendición en tres ocasiones: al ser elegido sucesor de Pedro, en Navidad y Pascua. Por este motivo, es posible afirmar que en la historia no había tenido lugar nunca antes una bendición “Urbi et Orbi” de un Papa en la soledad de la Plaza de San Pedro del Vaticano, seguido mundialmente por los creyentes a través de medios de comunicación. Será un acto único en la historia.